martes, 28 de abril de 2009

Palabras Rojas






Llegamos cuando ya todos se querían ir: cuando el sol los sofocaba a ellos y a nosotros nos daba la excusa perfecta para engullir algunas margaritas sin remordimiento. El lugar más popular hace 12 horas es ahora un desierto de articulados oasis con acceso restringido: todas las relaciones que allí se entablan están atravesadas por la insaciable presencia del dinero, estamos hablando por su puesto del parque de la 93.
Son las dos de la tarde y el sol está quemando la piel de los niños que fueron llevados para ser exhibidos por sus padres al rodadero mejor ubicado en Bogotá; en ese metro cuadrado de pasto, sus padres anclaron la posibilidad de ser contemplados como exitosos y complacientes con sus pequeños, pretendiendo que los espectadores pasen por alto la actitud arrogante de los tacones de las amantes de turno que hacen las veces de mamás y el pesado tabaco de los conductores que los acompañan desde la acera.
Después de diez pasos y dos indigentes, llegamos a La Taquería, un restaurante bastante rústico disfrazado de elegante que vende la oportunidad de saborear a un México sofisticado. Más allá de preocuparse por tener un lugar limpio, en La Taquería no tienen un concepto muy exigente de pulcritud ni refinamiento: tal vez solo están mostrándonos a un México francote y orgulloso del sudor de su gente. Las paredes son blancas y gruesas, iguales a las de las casas de las abuelas que viven por fuera de Bogotá: son paredes que resisten el sol y lo hacen más soportable, que absorben los gritos y opacan el dolor, que contienen tanto en su interior que le añaden como tres manos de pintura a su textura; el blanco solo se ve interrumpido por posters mexicanos con la bulla perfectamente controlada entre un marco de vidrio, sus motivos son monótonos y su volumen está muy bajito para sus gritos de desorden. El techo del restaurante tiene una incrustación en madera que simula la enredadera de un patio: son hileras interminables de líneas delgadas de roble joven que se encargan de distribuir la luz del sol tal y como lo haría una persiana entreabierta, la sensación no es otra que la de estar esperando el almuerzo en el patio de atrás de una casa caliente y lejana que se preparó improvisadamente para hacer las veces de un comedor.
Después de ocho minutos de observación detallada y risas entrecortadas, nos apoderamos de la mesa más grande del lugar; nos causa curiosidad que el sitio es realmente pequeño: además del pasillo de tres metros cuadrados no hay más que un corral rectangular que soporte coches y menores de edad quejumbrosos y acalorados, a menos que vayas a la zona de cocteles, que se arma dentro de una gran vitrina de exhibición muy acorde al estilo del parque, al que la gente va a ser visto, no encontrarás casi espacio ni para alcanzar a sentirte intimidado: todo el que entra a La Taquería se comienza a sentir tan cómodo como lo haría en casa de sus abuelos que viven en alguna provincia calurosa.
Las mesas son modestas y sin personalidad, el blanco de sus manteles parece anunciar que todo el color lo van a tener los platos y que ellas deben permanecer puras para que los comensales no pierdan la serenidad ante la explosión de ingredientes intensamente tinturados con su sabor. Las sillas son en madera rasa y se trata de butacas con espaldar, que sin mayores acabados le entregan libertad de movimientos y posturas a quienes apoyen allí sus posaderas. La simplicidad de los muebles es sospechosa: algo debe venir lo suficientemente protagónico e intenso como para que ellos tengan que quedar relegados al mal gusto del segundo lugar.
Nos mira un mesero y sonríe mientras una gota de sudor recorre su frente, nos promete atendernos en cinco minuticos y se le notan desde lejos las largas jornadas de trabajo que ha pasado dentro de ese cuchitril atendiendo gente hostil: su mirada es sumisa, domada, como la de un perro viejo de la calle que sabe muy bien cuál es su lugar y cómo manejarse delante de la gente. Una o dos fotos nos sirven para ignorar el hambre y soportar la mirada asidua de las otras mesas: somos más ruidosos que lo que quisiéramos al parecer.
Nos traen las cartas y de inmediato se hace evidente que “la cocina mexicana es considerada como una de las más variadas y ricas del mundo. Gracias a la herencia prehispánica y española, la gastronomía mexicana reúne sabores de dos continentes en platillos de gran colorido y sabor”(Anónimo, 2009a), en otras palabras, nos prometen más de treinta maneras de juntar los ingredientes típicos del territorio mexicano. Acordamos no repetir platos para alcanzar a probar al menos siete de esas maneras de juntar ingredientes desordenadamente sobre un plato de cerámica: totopos, sopa de tortilla, burrito mixto, quesadillas y flautas son los nombres por los que nos decidimos. Las expectativas son altas por la pomposidad que rodea la descripción de los platos en el menú, aunque se trata de recetas improvisadas de vuelta en México que se ofrecen a los transeúntes tal y como se haría con las empanadas o los perros calientes de mil pesos en nuestras calles colombianas.
La comida mexicana simula ser una planilla de probabilidad, en la que se prueban aleatoriamente todas las maneras de juntar ciertos ingredientes constantes que son “el maíz, gran variedad de picantes como el chile (o ají), las carnes rojas, los frijoles, el jitomate, la cebolla y en parte el uso del nopal”(Anónimo, 2009b), jamás importa el orden de los ingredientes ni el choque entre los sabores, solo importa que se cause la impresión de abundancia y colorida incursión de elementos adentro de un plato, o tradicionalmente, adentro de un cartoncito manejable del tamaño de un bolsillo.
La espera se torna monótona y es ahí cuando decidimos meternos unos cuantos litros de cerveza michelada, a ver si el calor se hace más agradable o al menos soportable. Se hace inevitable la tertulia, única manera comprobada de perdonarle al tiempo su paso. Nos concentramos en pensar a México como una identidad; es claro que su cocina nos muestra un diagnóstico temprano del temperamento despreocupado de sus habitantes y nos remite inmediatamente a la improvisación barata que asegura que familias de más de nueve miembros se alimenten hasta alcanzar la llenura. No es una sorpresa para nadie que la comida que aquí se esfuerzan por hacer sentir sofisticada se trate del acuñamiento desordenado de ingredientes que se cosechan con facilidad en los jardines de las casas mexicanas, lo que nos recuerda un México unido que busca el bienestar de sus habitantes, en donde el uno se “saca el bocado de la boca” para dárselo al otro. La cocina mexicana es generosidad, tolerancia y bulla: eso es México también.
Con poca fluidez traemos del recuerdo la fecha del día de los muertos, que pintada por retazos de programas de televisión de Viajeros transmitidos por Discovery Travel & Living, es la celebración que se hace en México todos los 2 de noviembre para rendirle culto a los muertos que cada cual lleva a cuestas: la generosidad de los mexicanos y su afición por la comida abundante es tanta que ese día hasta le ofrecen comida a sus muertos; toda la locura gastronómica está justificada detrás de “la creencia de la civilización mexicana antigua, de que cuando el individuo muere su espíritu continúa viviendo en Mictlán, lugar de residencia de las almas que han dejado la vida terrenal”(Anónimo, 2007), según el diccionario Larousse.
Luego de una media hora cargada de emociones verdes, rojas y blancas, la comida llega a nuestra mesa y es engullida atragantadamente por nuestras gargantas, en cuestión de siete minutos exactos los platos están vacíos y rotos por nuestra animalesca forma de consumir a México. El picante no se hace esperar y nos quema los esófagos descaradamente: eso es México, verraquera para aguantar hasta los más insolente retos físicos.
El sabor sin embargo, no fue el mejor, pasaron unos cuantos segundos antes de que alguno soltara el lengüetazo feroz de recordar que la comida servida en El Carnal parece tener más sentido que acá en La Taquería y la lección queda aprendida: la comida sabe mejor entre más auténtica, sencilla y fiel sea a la receta original de su creación, además, no en todos los casos es mejor utilizar los cubiertos, la cercanía que se genera cuando los dedos de las manos entran en contacto con la comida es un lazo de fraternidad animal que no se debe descartar de taquito. Eso sí, el tequila siempre sale bueno, ténganlo por seguro.
Noventa y seis mil pesos después, cumplimos con tener a México en nuestro torrente sanguíneo, física y emocionalmente.

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